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Y mientras el barco se hunde…

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Mientras el barco se inundaba la banda seguía tocando. Y así hasta los créditos, anegados de espuma de mar. Porque esto es lo que veo, asumo, desde que regresé a Pekín hace ya cuatro días. La contaminación hace tiempo que dejó de ser noticia cuando lo novedoso es observar, muy de vez en cuando, a los rayos del sol atravesar ese manto de progreso que recorta la esperanza de vida, machaca el estado de ánimo, y en resumidas cuentas, humilla a la especie humana, que nunca se ha visto en una igual.

Cada mañana, cada tarde y cada noche la polución domina cada bocanada de aire afeando, además, una ciudad que al menos, por su capitalidad e historia, no es la misma basura repetida de carreteras de cuatro alturas, rascacielos y demás sandeces con las que China calca cada una de sus ciudades.

El progreso en China es defunción prematura y en Pekín humillación. Ya nadie se fija en los marcadores que advierten de la cantidad de partículas PM 2.5 por metro cúbico de aire: como si recibir palizas a diario debiera desembocar en la aceptación del manotazo como modus vivendi. O como si esos datos, por repetidos y cansinos, han sido transformados, mediante la propaganda más nauseabunda, en la jornada de Segunda B de cada domingo, con cuatro grupos y ochenta equipos: un aburrimiento que ya no interesa a nadie.

Foto: el-nacional.com

Foto: el-nacional.com

Nadie hace nada. Nadie abre la boca para quejarse. Ni nativos ni extranjeros. En el mayor Síndrome de Estocolmo de la historia de la Humanidad. Cuando el cielo dejó hace años de existir y los necios se agarran a algunos días semiazules para adornar sus muertes en vida: como si llevaran la estadística de una hecatombe de la que ni el propio gobierno chino se atreve a ofrecer datos. Que las buenas lenguas clavan la estaca en el siguiente aunto: nunca se han muerto de cáncer tantos y tan jóvenes en la historia de la Humanidad. Luego, las piltrafas occidentales que defienden este desaguisado ex campesino, te dicen sin pestañear un penoso “ya será menos”. Los que tengan memoria, paciencia y dinero harán su agosto apostados en las entradas de las plantas de hospitales patrios donde la quimio hará alianza con la dilatación de la defunción. Pero nunca con la vida.

La otra noche en Migas, terraza de moda de Pekín, preguntaba a mi alrededor, donde expatriados risueños no daban la justa importancia a semejante masacre. “Bueno, ya me he acostumbrado”, me dijo un imbécil al que le deseé suerte porque deberá tenerla para no pillar un buen par de tumores malignos. Otra, alzada en tacones y con serios problemas para mantener la boca en su posición natural, decía que “exageran” los que cargan las tintas en la contaminación: “Mira, yo aquí tengo trabajo y en España no”. Hay gente tan inteligente que cambia trabajo por muerte y se queda tan pancha. Con esa manera de pensar –y actuar– serían bien recibidos en Corea del Norte. Luego, cuando a la muchacha se le tumoricen los pechos, tirará para España a que la Seguridad Social que ya no paga haga lo imposible por mantenerla con vida. Y si fuera ninguneada que acampe en la Puerta del Sol.

Ya casi llama más la atención la pasividad del pueblo, nativo y forastero, que estos cielos eternamente marrones. Porque no sé quién llamó gris a lo que aquí es marrón clarito: el color de la misma mierda. Que gris es cuando una nube repleta de agua se entromete entre el sol y el suelo. Que dejemos, por favor, de manipular. Sobre todo los que sí sabemos discernir entre lo bueno y lo malo. Al menos un poco. Porque ni Orwell se imaginó un apocalipsis consentido.


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